"El
tictac del reloj suena muy distante. Erdosain cierra los ojos. Lo van aislando
del mundo sucesivas envolturas perpendiculares de silencio, que caen fuera de
él, una tras otra, con tenue roce de suspiro. Silencio y soledad. Él permanece
allí dentro, petrificado. Sabe que aún no ha muerto, porque la osamenta de su
pecho se levanta bajo la presión de la pena. Quiere pensar, ordenar sus ideas,
recuperar su “yo”, y ello es imposible. Si se hubiera quedado paralítico no le
sería más difícil mover un brazo que poner ahora en movimiento su espíritu. Ni
siquiera percibe el latido de su corazón. Cuanto más, en el núcleo de aquella
oscuridad que pesa sobre su frente distingue un agujerito abierto hacia los
mástiles de un puerto distantísimo. Es la única vereda de sol de una ciudad
negra y distante, con graneros cilíndricos de cemento armado, vitrinas de
cristales gruesos, y, aunque quiere detenerse, no puede. Se desmorona vertiginosamente
hacia una supercivilización espantosa: ciudades tremendas en cuyas terrazas cae
el polvo de las estrellas, y en cuyos subsuelos triples redes de ferrocarriles
subterráneos superpuestos arrastran una humanidad pálida hacia un infinito
progreso de mecanismos inútiles.
Erdosain
gime y se retuerce las manos. De cada grado que se compone el círculo del horizonte
―ahora él es el centro del mundo― le llega una certificación de su pequeñez infinita:
molécula, átomo, electrón, y él hacia los trescientos sesenta grados de que se compone
cada círculo del horizonte envía su llamado angustioso. ¿Qué alma le
contestará? Se toma la frente quemante, y mira en redor. Luego cierra los ojos
y en silencio repite su llamado, aguarda un instante esperando respuesta, y
luego, desalentado, apoya la mejilla en la almohada. Está absolutamente solo,
entre tres mil millones de hombres y en el corazón de una ciudad. Como si de
pronto un declive creciente hubiera precipitado su alma hacia un abismo, piensa
que no estaría más solo en la blanca llanura del polo. Como fuegos fatuos en la
tempestad, tímidas voces con palabras iguales repiten el timbre de queja desde
cada centímetro cúbico de su carne atormentada. ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse?
Se
levanta, y asomándose a la puerta del cuarto mira el patio entenebrecido,
levanta la cabeza y más arriba, reptando los muros, descubre un paralelogramo
de porcelana celeste engastado en el cemento sucio de los muros.
—Esta
es la vida de la gente —se dice—. ¿Qué debe hacerse para terminar con semejante
infierno?"
Roberto Arlt. Los lanzallamas